El menosprecio al talento se ha instalado peligrosamente en un fútbol con la tendencia creciente a
sacrificarlo en favor del desgaste físico. Se prioriza el trabajo a la magia con tanta naturalidad que se encasilla sin opción de retorno a los futbolistas que aparentemente realizan un menor esfuerzo sobre el césped.
Ganso ha sufrido este estigma prácticamente desde que aterrizó, con la connivencia de Sampaoli y Berizzo, que han respaldado sin palabras
una fama que no se corresponde plenamente con la realidad, como demuestran las estadísticas. Pero, más allá de que cubra más o menos campo, al brasileño nunca se le puede medir con ese baremo, porque su aportación trasciende los límites de la exclusividad, con facultades prohibitivas para la mayoría y que le convierten en un futbolista especial.
De los que resuelven los problemas con un detalle y aprecian el espacio escondido entre un sinfín de piernas. De los que necesitan
continuidad aunque su fútbol no la tenga, porque
con ellos en el campo la historia nunca está escrita.
Pero Ganso, como se le ha recriminado, no se ha quedado en la frivolidad puntual y ha exhibido implicación y deseos de triunfar en Nervión, con
una considerable contribución de goles y asistencias en los contados minutos que le han brindando, rentabilizando cada minuto pero precisando más argumentos que otros compañeros para ganarse la titularidad.
Ya no vale la excusa de que no corre (falso), ni que su ritmo chirría en la elite española, pues
su velocidad mental permite que el balón circule rápido y con verticalidad merced a su capacidad para asociarse y romper líneas de presión. Marcucci dijo recientemente que
merece jugar más y ahora, contra el Levante, es el momento de que aplique esta apreciación para que, al menos, disponga de la oportunidad que se ha merecido, y, sobre todo, para activar
una alternativa creativa que se ha infrautilizado en base a justificaciones que casi nunca se han sostenido.