Los siete partidos seguidos que llevaba sin ganar han debilitado mucho a
Emery de cara a la afición, a la directiva y, probablemente, también a sus propios jugadores. Se ha llegado a un punto extremo (Sevilla es así) en el que se dice que todo lo que hace el vasco está mal. Por ello, lo del regreso de
Joaquín Caparrós ha dejado de ser un runrún para convertirse, casi, en un clamor. Parece que a
Emery ya no le vale con ganar a secas, como ayer;
se le exige convencer.
En
Vallecas, no obstante, era más importante cortar la racha negativa que practicar un buen fútbol, porque se encararán de distinta forma las visitas del
Maribor -no ganarle sería un fracaso estrepitoso- y la
Real -punto de inflexión-. Al
Rayo, además, se le hace
más daño sin balón que con él. Es decir, provocando la pérdida y contragolpeándole en los tres cuartos que disputándole la posesión. Con dos pivotes del perfil de Carriço e Iborra, además, era imposible hacerlo.
Tenía
lógica, pese a las críticas que ya arreciaban en las redes sociales incluso antes de empezar el choque, el once de Emery, con la
defensa adelantada y las líneas juntas, para dejar pocos espacios; y Alberto y Jairo, los más rápidos y verticales, abiertos para tratar de cogerle la espalda a los atrevidos zagueros locales. Era la teoría. Después, porque a estas alturas ya se huele el miedo, ni los de
Jémez fueron tan valientes ni los nervionenses se estiraron como debían.
Era cuestión de tiempo, no obstante, porque a ninguno, aunque lo pareciese, les valía el empate. De hecho, antes del 0-1, Jémez ya se la había jugado con un doble cambio ofensivo. El
Sevilla sólo supo hacer
gol a balón parado, pero éste cobra un sentido pleno cuando sabes dejar tu meta a cero. Y Emery tiene razón: su equipo defendió muy bien. Tanto, que un
rival con un
73% de posesión sólo le disparó una vez a puerta. Pero ayer con ganar valía, incluso con Unai.