Se ha extinguido en las últimas semanas el debate sobre el banquillo del
Sevilla. Lo han extinguido, realmente, los resultados, que son los que aplacan o encienden a una afición, la cual suele casarse antes con el qué que con el cómo. Quiere ganar, y punto. En un análisis global, resulta lógico que un entrenador que gana partidos merezca el derecho a continuar en el cargo, aunque alguien de quien dependa dicha decisión no debería quedarse con los fríos números y, menos aún, con los últimos números.
Resulta curioso que, cuando las cosas van mal, desde un club se regatee a las preguntas sobre el futuro del entrenador alegando que los balances se realizan "sólo a final de temporada" y que, sin embargo, cuando el viento sopla a favor, se afirme, sin tapujos, que el entrenador está haciendo "méritos para seguir". Pero hay más
incongruencias: si el proyecto del
Sevilla es a tres años, como se defiende, ni siquiera debería existir tal debate:
Emery tendría que continuar, sí o sí, porque en el
fútbol el técnico siempre es la parte más importante de un proyecto. Con un cambio de jefe, habría un cambio de estilo de juego, de futbolistas, de preparación... y de proyecto.
A favor del vasco no sólo cuenta lo que está haciendo bien, sino lo que hicieron sus predecesores y lo que podrían hacer sus posibles sustitutos.
Jiménez, un técnico al que sólo sostuvieron los resultados mientras la mejor plantilla de la historia de la entidad se empobrecía,
Manzano, Marcelino o
Míchel le dejaron el listón muy bajo, mientras que el mercado no ofrece opciones que aseguren mejorar el trabajo del actual inquilino del banquillo.
Si no fuese
Caparrós, el amigo de
Pepe Castro y ya conocido en
Nervión, el
Sevilla tendría que innovar y, por ende, volver a arriesgar. Mejor, piensan, no dar más golpes de timón y mantener, por fin, una estabilidad. La decisión, de hecho, parece ya tomada, pues los objetivos, a estas alturas, ya están conseguidos. ¿Suficiente para decantar la balanza? Para los que mandan, sí.
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