El tiempo parece rodar a otro ritmo durante el verano. Se recrea, se retuerce, se despereza poco a poco, como si bajara conscientemente sus pulsaciones en sintonía con el calor. En la barra del bar, un hombre apura con parsimonia su café mientras hojea un periódico de información general propiedad del local. Desfilan las páginas a golpe de sorbo. Política, Economía, Internacional, Cultura... Sólo como trámite para llegar a la sección de Deportes. Ahí echa el freno de mano en el titular de una entrevista:
“El fútbol es mi religión”. Puede que también la suya.
La única religión, en palabras de
Eduardo Galeano, que no tiene ateos. La metáfora asusta. Y lo hace porque pone la lupa en
la veta más sectaria. Suena a discurso de ultra, a esperpento, a iglesia maradoniana.
Desde el momento en que la frase se desprende de la sabia musicalidad del uruguayo, urge un agnosticismo más saludable. Del que no llora al perder su bombo, del que no concibe
ridículas teorías de la conspiración. Aunque sin despreciar por completo la ‘espiritualidad’ bien entendida, así en el fútbol como en otros deportes. La mística de Anfield entonando el
You’ll Never Walk Alone, la pureza en la etiqueta de
Wimbledon, el recogimiento del
Giro de Lombardía y el
Tour de Francia en la Madonna del Ghisallo y la capilla de Géou, la puya en la víspera de la ascensión al
Everest... Liturgia literal o figurada. Con el debido respeto. Sin frivolidad ni desaire de taberna. Con mesura. Como todo suena mejor, hasta los matrimonios menos afortunados.