Aún recuerdo tiempos pretéritos en los que Juande Ramos emigraba a Inglaterra y desde la planta noble del Ramón Sánchez Pizjuán se vendía la milonga de que el Sevilla Fútbol Club era un proyecto indestructible, basado en sus estructuras y en su capacidad de anteponerse a todo tipo de adversidades. Una mentira como la copa de un pino sobre la que se estructuró todo un paradigma, dejando la figura del entrenador a la altura del betún y colocándole, más o menos, la consideración de mero actor de reparto; una mera figura decorativa encargada de encorsetar ligeramente lo creado por las estructuras. Y por el banquillo pasó un regimiento de técnicos que, con más o menos preparación, soltura ante las cámaras, medios o dedicación se vieron obligados a decir adiós sin cuajar en el Sánchez Pizjuán... Hasta que llegó el vasco, a quien le habían pelado el trasero en Rusia, arribando a Nervión con similares ganas de crecer que las que se encontraba en Eduardo Dato. Una comunión perfecta en la que el de Hondarribia llegó para arrimar el hombro y ahora, a la par que Monchi y Castro, convertirse en una de las tres patas del actual Sevilla Fútbol Club, ese que poco o nada tiene que envidiarle al de los títulos, pues éste, queridos lectores, también los gana. Y de ahí el acierto del vasco, que gustará más o menos, se equivocará, o no, pero a la hora de trabajar le ganan pocos. O sí, que de eso Monchi y Castro, entre muchos otros, saben un rato.
Alejandro Sáez