Es cierto que en los últimos años el
Sevilla ha dominado los derbis. El matemático
Emery, si exceptuamos el duelo europeo ganado en la tanda de penaltis, llevaba el fútbol a lo previsible: tenía mejores jugadores y acababa ganando gracias a los mil pequeños detalles que tanto cuidaba. Los datos objetivos no engañan y dicen que el
Betis no ha sido capaz de hacerle un solo gol al Sevilla en los seis últimos enfrentamientos, pero antes de cada partido de máxima rivalidad sólo los muy atrevidos se atrevían a vaticinar un resultado a favor del conjunto sevillista. Algunos, incluso, sentenciaban: "No hay derbi".
Tres palabras cargadas de derrotismo que, realmente, no ha reflejado el sentir de unos y otros. Aunque las distancias en los éxitos alcanzados en la última década se han agrandado, siempre han existido los temores previos a una cita tan llena de tensión, de emoción, y tan imprevisible. Hoy, por supuesto, también. O quizás hoy mucho más que en las últimas citas porque Sevilla y Betis están en plena construcción; porque a la intensidad que pregona
Poyet le falta continuidad; porque el fútbol ofensivo que nos vendieron, que compramos -yo el primero- y que esperábamos de
Sampaoli carece de posesión de balón donde cuecen las papas -en el área rival-; porque ni uno ni otro se muestra como un equipo fiable.
El Betis llega lamiéndose las últimas y dolorosas heridas, y ese punto de rabia -de necesaria revancha- puede aportarle un plus decisivo si lo aplica con equilibrio emocional y no se pasa de rosca. El Sevilla juega al calor de los suyos -que siempre aprietan- y suman, tiene mejor plantel y, si no comete errores obscenos, puede llevarse el derbi gracias a su calidad individual. Locura o miedo. Goles o ´cerocerismo´. Dominio abrumador o alterno. Nadie lo sabe. ¿Que no hay derbi? En Sevilla siempre hubo, y siempre habrá derbi.