En plena euforia. Justo después de desatar el éxtasis en el
Sánchez Pizjuán. De perforar el muro que impedía al
Sevilla desarrollar su grandeza. De marcar un tanto que transformaría la existencia nervionense para siempre. Justo después de la catarsis blanquirroja,
aquel chico del barrio de Nervión se acordó de su amigo de la infancia, de aquel con el que jugaba de pequeño y compartió terreno de juego en las instalaciones que ahora lucen con orgullo y nostalgia su nombre. Le esperaba una celebración por todo lo alto en la Feria como protagonista. Era su momento.
Pero él realizó una parada previa en el
hospital para visitar a
Iván, que había sufrido un accidente de moto, y
le regaló un tesoro de un valor deportivo y sentimental incalculables. Él, ni nadie, podía imaginar lo que significarían con el tiempo, mas, en ese instante, las botas que obraron el milagro ya formaban parte de la historia del
Sevilla, y, en vez de guardarlas como recuerdo de aquel instante mágico, se las llevó a su amigo para que su recuperación resultara más liviana.
Un detalle que al propio
Iván le costó creer por su mayúscula generosidad y que revela que la calidad humana de
Antonio Puerta superaba incluso la superlativa sobre el césped. Que su corazón era tan grande como su clase y que el maldito día que se detuvo no sólo se marchó un futbolista con un futuro deslumbrante sino, sobre todo, un chaval ejemplar, que seguía siendo el mismo que antes de la fama y jamás negociaba con su eterna sonrisa. La misma que ayer y siempre ilumina Nervión desde el cielo.