La
peor final del Sevilla de los títulos. Nada que ver con la Copa del Rey perdida, también en Madrid, pero en el Calderón, en el
2016. Si entonces la afición del Sevilla se volcó con los suyos logrando que por momentos no se supiera qué equipo había sido el campeón, anoche se llevaron una sonora pitada tan escandalosa como el lamentable partido realizado (si se le puede llamar así) en el
Wanda Metropolitano.
No compareció el equipo de
Montella ante un
Barça que se recreó en la fiesta de despedida de
Iniesta y que pudo endosarle una goleada aún más abultada. Hay formas y formas de perder, y el Sevilla lo hizo de una forma indecente, inadmisible, sumando una nueva ´manita´ y sin estar a la altura de una afición que siempre quiso creer, que volvió a protagonizar otro impresionante desplazamiento masivo y que acabó montando su propia fiesta al margen de lo que acontecía sobre el terreno de juego.
Hubo quienes llegaron a pedir, en la lógica frustración, la dimisión de
Pepe Castro, alimentando la guerra por el control del club abierta por
Del Nido. Ya hubo algunos silbidos, aunque esos minoritarios y ´teledirigidos´, en la habitual arenga de Castro en la ´Fan Zone´. Con la herida recién abierta es pronto para saber qué consecuencias tendrá tan lamentable derrota, pero seguramente habrá catarsis en el club porque la bala que quedaba para convertir la temporada en un éxito se ha desperdiciado y el Sevilla tendrá ahora que intentar amarrar la
Europa League a través de la Liga para que no se convierta en rotundo fracaso.
Surgen
muchas preguntas. ¿Ha sido fruto de la casualidad alcanzar unos cuartos de final de la Champions y una final de Copa? ¿Ha sido justamente poner el foco en esas competiciones el error? ¿Era mejor centrarse en la Liga, la que da de comer y permite el crecimiento económico? ¿De qué sirvió la concentración en Marbella? ¿Había un plan defensivo? ¿Había una propuesta en ataque para una final con una temporada en juego? El Sevilla ni defendió en bloque, ni supo encontrar la forma para hacer daño al Barça. Montella no sólo no supo tapar a Messi.
El
extraterrestre recibió mil veces con espacio y tiempo para pensar, y tres cuartos de lo mismo pudo hacer Iniesta, que rompió líneas y asistió cómodamente, gustándose, ganándose el reconocimiento de una afición que se relamía con el adiós soñado para uno de sus ídolos.
Sólo Navas puso almaUn Sevilla irreconocible, muerto en vida. Sin alma. Sin anticipación, sin chispa y con muy poquitos detalles admirables. El corazón de Navas, su enorme orgullo y poco más. De sus botas surgieron las mejores opciones de un Sevilla sin rematador. No tiene goleador, ni gol. La mala coordinación en la presión permitió el primer tanto del Barça. Muriel no encimó a Cillessen y el meta del Barça se marcó una asistencia que fue el origen del primer gol, con Soria reculando (una manía que debería corregir) y Luis Suárez marcando a placer.
A la media hora llegó el segundo
(Messi) y antes del descanso un tercer mazazo (otra vez Luis Suárez) que empezaba a convertir la final en eterna. En la segunda parte, más que adecentar el resultado el Sevilla, fue el Barça el que pudo hacerle un ´siete´ aún más doloroso. Iniesta se despidió con el tanto que buscaba -un golazo- y Coutinho hacía el quinto de penalti.
Se abre una brecha importante afición-equipo porque no hubo ni rastro del orgullo que el equipo mostró en Munich y porque esta final nada ha tenido que ver con la del
2016. No compareció el
Sevilla, los jugadores buscaron el perdón de los suyos y no lo obtuvieron.
Imperdonable.