No se preocupe, que
ya estamos nosotros para asegurar todo lo contrario a lo que refleja el titular, más propio de Despeñaperros hacia arriba. Generalmente, uno pierde por demérito propio y porque el rival hace las cosas bien, porque el fútbol es un deporte de errores, pero
en los medios capitalinos sólo leerán que el equipo de Zinedine Zidane hizo un partido horrible y que
regaló la victoria. Y en lo primero tienen razón, aunque sería injusto obviar que
el Real Betis puso mucho de su parte para ello.
Pese a que no venía haciendo las cosas mal el cuadro verdiblanco, aun sin acompañar los resultados, este domingo
las hizo mucho mejor. Y se pueden aportar
motivos, más allá de la desidia merengue.
Por partes: Rubi se atrevió, al fin, a deshacer atrás
la incompatible pareja -por blanda- Mandi-Bartra; usó en repliegue
tres centrales, poniendo de bisagra a
Edgar, quien mejor le había funcionado; devolvió la titularidad en punta a quien más lo merecía, un
Loren que trajo de cabeza a los centrales del Madrid, a quienes sacó constantemente de sitio; soltó más a
Sergio Canales, para que el cántabro pudiese realizar esas arracandas tan clásicas con las que rompe una o dos líneas del contrario; y situó a
Fekir, de una vez por todas, más cerca de la cal del área rival que de la que separa la banda. Que una cosa es caer ahí a recibir, para poder girarse, y otra partir siempre desde la banda y con tantos metros por delante por recorrer.
Todo ello no debe pasar desapercibido, por mucho que los medios de Madrid critiquen, y deban criticar, el mal partido blanco. Sobre todo, porque los de Zidane se encontraron al borde del descanso con
ese tanto llamado "psicológico" que no supieron aprovechar. O quizá
el Betis supo neutralizar, tras tener la lección de lo sucedido ante el Barça
bien aprendida.
Ni ganar al que partía la jornada como líder ni hacerlo, ni siquiera conseguirlo en el Sánchez-Pizjuán ante el eterno nivel,
arreglaría ya la temporada, porque este domingo quedó bastante claro que el Betis de Rubi tiene para bastante más, pero a nadie amarga un dulce. Sobre todo, a una afición habituada injustamente a tantos sinsabores.